lunes, 4 de abril de 2011

Adios Juani

Juani se levantó a la mañana con el propósito de reparar el televisor que de un día para otro había dejado de funcionar. Tuvo la funesta suerte de acertar a la quiniela. Aquella noche no pudo dormir. De inmediato supo lo que debía hacer con el dinero que iba a percibir en pocas horas. Encendió el velador y la oscuridad del cuarto desapareció en un instante. Miraba, no podía dejar de hacerlo, aquella caja negra. Su pantalla apagada se le presentaba como una fantasmagoría. Un sujeto viviente frente a un objeto inerte. Lo opaco del cristal lo inquietaba pues allí se escondía la muerte.

    Mañana vas a revivir- murmuró con satisfacción.

A Juani se lo veía caminando por la calle, alto, flaco y desgarbado, con sus zapatillas rotas y su radio portátil encendida constantemente a la que, con cariño, apodaba “la cantora”. Con muchísima dificultad, ya que apenas sabía escribir, se había convertido en levantador de quiniela clandestino.

Sin embargo, a pesar de la crisis económica y sus limitaciones personales, supo inventarse un trabajo complementario. Aprovechando la reiterada ausencia del servicio de “barrido y limpieza” que debía brindar el municipio, limpiaba los cordones del asfalto para ganarse unas monedas.

El día en el que los hechos debían precipitarse, se levantó con apuro y como quien pierde un medio de trasporte apuró el paso. Nada desayuno en aquella mañana. Acercó la carretilla y envolvió el aparato con una frazada para que no se estropeara. Debía caminar unas veinte cuadras para llevar el televisor a un técnico. Dicen los vecinos, que lo vieron pasar rápido con la carretilla haciendo un ruido infernal. La rueda maltrecha rebotaba en la calle Darragueira y sus ejes chirriaban por falta de grasa, hasta taladrar los oídos de los perros que respondían como una jauría de cimarrones.

Yo volvía desde Retiro en el tren de la línea Belgrano Norte. Me había sentado del lado de la ventana y me dispuse a dormitar ya que había trabajado toda la noche. Juani se dirigía hacia Los Polvorines y yo también. Dos puntos equidistantes y un mismo destino.

Cuando el tren partió de la estación Villa de Mayo me puse de pie para no dormirme. De repente una violenta frenada casi me hizo rodar por el pasillo. Alguien gritó - ¡Un accidente!- me quedé paralizado. Bajé y no quise mirar mucho. De soslayo vi un cuerpo debajo de la formación. Me dirigí hacia la parada de colectivos y llegué a casa. En esos casos, uno suele preguntarse sobre la posibilidad que el accidentado sea alguien conocido. Pero la verdad, ese día no quise pensar en ello.

Después de un tiempo regresé al lugar del accidente. Observé que todavía había restos de plástico y vidrios molidos. Cerré los ojos y pude imaginar el momento en el que la carretilla se le encajó entre las vías y no pudo sacarla, el tren se acercó más rápido de lo imaginado, las bocinas accionadas por el maquinista no cesaron de sonar, pero él no estaba dispuesto a perder el televisor. Esa absurda situación devino en tragedia y el barrio entero lamentó lo ocurrido.

Walterio Monsalvo

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